Costumbres no aptas para lectores hipersensibles


Un soberano review

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                    Al compadre  Manuel, de Cádiz y de Corazón…

         (Después de leer a Josefino Socotroco* en la revista “No te hagás la Sota de Basto Duro que ahí viene el Rey de Espada Filosa con la Dama de Copa Llena.”, mientras me tomaba unos mates amargos con mi gato persa, Pepe Pérez.).

Póngase las pantuflas de peluche que son tan cómodas, estimado lector, y viajemos en condiciones normales de imaginación y lectura al viejo continente. Hora de llegada: la siesta del siglo XV y ya estamos en Francia para registrar dos hechos; ambos denotan la reconocida y nunca bien ponderada magnificencia de los reyes de otrora.
Pongo primera y ajuste los cinturones: Los ridículos zapatos puntiagudos llamados “polainas” (bufonees si eran utilizados por un bufón que le ataba una campanilla en la punta del pié), los cuales estuvieron tan en boga en Europa hasta finales del siglo XV, llegaron a tener tal longitud que Felipe IV ordenó a todos los integrantes de su Corte Real, un máximo de ochenta centímetros.
Si un súbdito se atrevía a desobedecer este mandato real, se le cortaba el excedente con una pequeña guillotina, ubicada en “El patio de los pies con hongos”.
Como prueba de delito me remito al caso del jardinero Pierre Langostine d’ Lamare, a quien le cortaron ambas mitades de sus piés porque calzaba un número 49 (cuentan las crónicas que las hawaianas que se ponía en sus escasas y cortas vacaciones, eran número 54).
Dos eran los motivos por los cuales el decreto real justificaba semejante tortura: porque las damas de compañía de la Corte Real se negaban a tejer patines de lana que superaran los ochenta centímetros de longitud, y porque Felipe IV estaba harto de que sus vasallos le patearan los talones antes de besarle el trasero.

 

Segunda y no me tire las cenizas sobre la alfombra, por favor: Emulando la insólita función del inolvidable portacorbata de la Corte de Luis XV de Francia, cuya única actividad diaria era la de abrocharle y desabrocharle la corbata diminuta al monarca ídem, el Rey Francisco XV de Portugal, con intenciones de no ser menos, ideó la figura del atacordones sin saber que su particular iniciativa lo condenaría a dormir con los botines puestos durante cinco años.
Fue cuando a Francisco XIX, sentado en el primer atardecer de su flamante trono, se le ocurre la idea del desatacordones. A partir de entonces, todos los Franciscos venideros de Portugal, pudieron dormir sin transpirar la gota gorda en sus mullidos aposentos.
Ya estamos de vuelta, estimado lector, y hágame el favor de quitarse esas pantuflas. Qué van a decir los vecinos que lo están mirando.

* (N. del A.): Josefino Socotroco (1911 – 1944, Remedios de Escalada):
Antropólogo, paleontólogo, historiador, periodista, empleado administrativo, policía de tránsito, cantante, chofer de la línea 69, cartero, portero de un cabaret y finalmente se inventó político.
Dedicó toda su vida a la naturaleza del ser humano y también al ser humano que, en ocasiones, uno podría encontrar en la naturaleza.
Su obra es tan vasta como tarada: “Los gorriones tienen más carne en sus patitas que un buda en su panza de cerámica” (1933), “Los caramelos de menta que hay sobre la mesa de luz se pueden llevar pero no roben los ceniceros, toallas y jabones, muchas gracias” (1938), “Las palomas mensajeras de ayer son las mismas palomas mensajeras de hoy porque no quieren salir de sus jaulas” (1941), “¿Dónde dejaste la pelela marrón, abuela querida?” (1942), “No aguanto más a mi jefe que además es pelado y gordo” (1943), “El que no compra este libro es un británico” (1944), y finalmente, ya muerto publica “Ay, mamita querida” (1948).

 

© ® Juanca Vecchi
Esquina de Octubre y 2006.